A menudo escuchamos que hoy más que nunca, urge que se hable más de Cristo en todo el orbe. Considero yo que, no importando la etapa histórica, hablar y vivir según Cristo siempre será lo más necesario y urgente; cada momento de la historia ha tenido sus necesidades y clamores. Lo cierto es, que hoy en día el presentar la fe cristiana se vuelve más complejo y desafiante al considerar que pululan un sinfín de discursos que permean la cultura. Todos como Cristianos tenemos el deber de anunciar la Buena Nueva a todos aquellos que no la conocen, pero es la evangelización, tarea principalísima del presbítero. Al respecto, podemos asegurar que el sacerdote católico tiene la inherente responsabilidad de transmitir la doctrina de Cristo a todos los hombres. Al afirmar que el Evangelio de Cristo debe ser anunciado a todos los hombres, estamos aceptando el hecho de que el discurso cristiano no solo se dirige a quienes lo acepten como verdadero, sino que se verá enfrentado ante una multiplicidad de ideas y formas de concebir la realidad, en ocasiones totalmente contrarias a una visión cristiana. Siendo así surge la pregunta ¿cómo hablar de Cristo ante una sociedad que en ocasiones es sorda a la voz de Dios, pero al mismo tiempo está tan necesitada de ella?
Muchas veces el presbítero puede verse tentado a menguar en sus fuerzas a la hora de hablar de Cristo ante una sociedad tan indiferente, y es ante este desánimo que el sacerdote como hombre de fe, debe sostenerse de Cristo, recordar con amor sincero aquél momento en que Dios lo enamoró y lo llamó a ser “pescador de hombres”. Sólo así será fuerte para llevar con alegría y sin temor la Palabra de Dios. Sabrá que dicha Palabra no es una opinión entre tantas, sino que es la Verdad misma; y es que ante todos los discursos del hombre, por muy elocuentes que sean, el discurso auténticamente cristiano brilla con luz propia. El sacerdote por lo tanto, no puede permitir que se mutile el mensaje de Cristo. El mensaje de salvación debe permanecer íntegro ya que nos ofrece el más grande don de Dios: la vida eterna. Podemos escuchar la voz del mundo, la cual muchas veces es vacía y se pierde en el horizonte; en cambio la voz de Dios tiene eco y resuena en nuestros corazones, para que la vivamos.
Por último debemos saber que el sacerdote no habla únicamente de Dios con las palabras que salen de sus labios, sino que todo su ser debe ser expresión coherente de su vida en Cristo. Sus manos no han sido ungidas para ser admirado; con ellas puede sanar almas, consolar al sufriente, aliviar al desesperanzado, tocar al enfermo. Por tanto es necesario que todos como Cristianos nos unamos en oración por las vocaciones al sacerdocio y por los sacerdotes mismos, para que Dios les infunda su Espíritu Santo y les otorgue el valor para compartir el mensaje de amor y misericordia que nos legó Jesucristo.
Por: Gonzalo Guzmán Pérez