La familia en el Concilio Vaticano II fue llamada “Iglesia Doméstica” (Cf. LG 11), por ser imagen de la Iglesia, en ella se desarrollan e impulsan las distintas vocaciones. Es considerada también la célula de la sociedad porque, a partir de ella nacen, crecen y se desarrollan todos los hombres que forman parte de la comunidad humana. Estos mismos emprenden el peregrinar en búsqueda de la felicidad plena, que sólo se encuentra en Dios.
En este sentido la familia, como educadora de los hombres (Cf. Familiaris Consortio), es la primera escuela, el primer centro de enseñanza de la fe y el lugar donde tomamos conciencia del llamado que Dios da a todos: a los padres de familia que responden con amor a su vocación específica de entrega mutua, y a los hijos, que en ese núcleo escuchan la dulce voz del Señor que nos llama como cristianos a testimoniarlo en cada lugar a donde vamos. También en ella nos concientizamos de la manera de llegar a Dios: la santidad, que se logra al seguir Cristo Camino, Verdad y Vida en la vocación específica.
Por lo tanto, la familia cristiana debe cuidar que en sus miembros se cultiven los valores necesarios para la concordia social, el respeto y, sobre todo, el anhelo de la santidad y la oración. Además, debe favorecer la libertad en la búsqueda vocacional propia de cada miembro, recordando que el llamado hacia la vocación sacerdotal y a la vida consagrada surge generalmente en el seno de las familias que se preocupan por la sana educación de los hijos; del mismo modo, el llamado al matrimonio se inspira en los matrimonios que viven la santidad. Oremos pues para que las familias cada vez se unan más y luchen cada día por vivir la vocación a la santidad, que es la expresión del amor que se profesan, incluso en las dificultades, a semejanza de Cristo que por amor entregó su vida por nosotros.
Sem. José Alberto Hernández Torres (II de filosofía).